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Los caminos de la memoria y la necesidad de cerrar heridas

Escrito por: Redacción

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Continuando con las actividades del 25º aniversario de la FCAVAH, el pasado 15 de abril quisimos abordar el tema de la memoria histórica a través del videoforum «Los caminos de la memoria«. Tras la proyección del documental, continuo un coloquio con la participación de Pablo Mayora, de La Comuna de Madrid; Jose María Lara, productor del documental; Manuel Ibáñez, de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica de Alcalá de Henares y Ana María Gómez, profesora de historia y participante en las excavaciones de Uclés. Nuestro agradecimiento a los participantes en el coloquio, así como a la Sala Margarita Xirgu de CCOO Henares por cedernos el espacio para realizar la actividad.

Se habló sobre la necesidad de justicia social para muchas familias que siguen buscando los cuerpos de sus familiares y poder cerrar así el daño emocional. Igualmente, surgían ideas sobre la posibilidad de generar un museo de la memoria, donde puedan consultarse archivos históricos de esta etapa de nuestra historia, tal y como existen en otros lugares del mundo. Son solo algunas de las diversas valoraciones que surgieron en el interesante debate.

Para continuar con la reflexión, queremos compartir un relato breve de una compañera de una asociación de vecinos de la ciudad, quien quiso resumir el aprendizaje profesional y personal tras su experiencia en una de las excavaciones de exhumación en Uclés.

DE CUANDO DESCUBRÍ QUE EL DOLOR NECESITABA DE ALGO MÁS QUE EL PERDÓN 

(Imagen de Uclés (Cuenca, 2012), por Jacinta Lluch Valero)

Era la primavera de 2006, y todo parecía apuntar a que el curso finalizaría con la misma desidia con la que había terminado otros años: horas de biblioteca, exámenes y en cuanto acabe, algún que otro empleo temporal que me permita cubrir los gastos de la matrícula del año siguiente. Quizá vuelva a la tienda de ropa interior donde solía cubrir las vacaciones del personal. Un lugar tranquilo, salpicado de sábados de consumo furioso, sobre todo en época de rebajas.

Con la misma desidia me fijé en un cartel que asomaba en una de las puertas del departamento de Arqueología, por donde cruzaba a diario para llegar a las aulas. “7 créditos de libre configuración”. Eso fue lo que me llamó la atención en primer lugar. ¡7 créditos! – pensé- Eso me permitiría cubrir una gran parte de los que me hacían falta para completar esos espacios en el currículo académico, que dejaban a la buena voluntad de los estudiantes. Ya había participado en Jornadas sobre Cine, clases de árabe y hasta los primeros cursos online que ofertaba la universidad sobre liderazgo de equipos. Pero ninguno de ellos había ofrecido tantos créditos… esto iba a merecer la pena. Pero aún no sabía cuánto.

Seguí leyendo, o más bien, empecé a leer el cartel por el título. Buscaban auxiliares en una excavación arqueológica. Máximo 3 semanas. En Uclés, Cuenca. Alojamiento y comida pagados. En verano. Firmaba la convocatoria ARMH Cuenca. ¿a quién pertenecen esas siglas? Si hubiera sido hoy, lo hubiera buscado inmediatamente en Google en mi móvil. En el año 2006… me acerqué al Departamento de Arqueología a preguntar.

Vale, comprendido. Tendría que viajar a Uclés, alojarme donde me indiquen, compartiendo casa con otros compañeros. Allí trabajaríamos por las mañanas en la exhumación de cuerpos enterrados durante la Guerra Civil y por la tarde limpiaríamos los huesos. De la comida se encargan ellos. Del viaje me encargo yo. 3 semanas, 7 créditos. ¡¡7 créditos!!. Ya tenía ocupación para buena parte del verano, y me pagaban ¡en créditos! (para un estudiante, valen más que un salario mediocre, creedme). Me apunto, definitivamente. Lo de los cuerpos suena raro, pero… insisto, ¡¡son 7 créditos!!

Recuerda llevar ropa como para trabajar, pantalones largos para arrodillarte en la tierra, calzado cerrado y una gorra que te cubra también el cogote. Vamos a estar mucho tiempo al sol – me avisaron. Comprendido: camisetas, pantalones, gorra y zapatillas. Todo listo.

Y llegó el día. Eché la bolsa con lo necesario al coche y me despedí de mis padres. Volvería los siguientes tres sábados por la tarde para reincorporarme el domingo por la noche de nuevo. Me preguntaron qué iba a hacer. ¡No sé! …¡sacar muertos!

Cuando llegué allí me uní a otros muchos compañeros. Algunos que ya se estaban especiando en arqueología, otros simplemente por lo mismo que yo. Y conocimos a quienes dirigían la excavación. Arqueólogos y miembros de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (así que eso significaba…)

Y llegó el primer día de trabajo. 6 de la mañana, suena el despertador. A las 6.30 tenemos que estar ya en la explanada de la excavación. Hay que empezar temprano, porque hacia la una el calor nos hará parar definitivamente. En la explanada hay ya dos picadores. Los han contratado para bajar el primer metro de tierra a paladas.

Nos repartimos las tareas. Unos buscarán los límites de las fosas, después comenzarán a retirar tierra con las pequeñas espátulas y cepillos. Otros retiran tierra. Nos avisan. Cuando lleguen los primeros huesos recordad cribar la tierra antes de tirarla. Cuando las carretillas se llenan de tierra, se tiran a la escombrera. Parece sencillo. Va a ser duro físicamente, pero es sencillo.

Entonces volví a recordar lo que me dijeron en el departamento. “Máximo 3 semanas”. ¿si hubieran sido más serían más créditos? ¿era algo de normativa? En unos días descubriría las razones.

En unas tres horas salió el primer hueso. Avisamos al arqueólogo. Nos indicó como seguir rebajando alrededor para dibujarlo cuando se pudiera verse completo. Nos explicó que la zona en la que estábamos se correspondía con el lugar donde se realizaron los enterramientos en la época en la que el monasterio de Uclés (a unos 50 metros), había funcionado como hospital del bando republicano. Allí fueron depositados los que cayeron a causa de las heridas en los primeros años de la guerra. Aunque no era eso lo primero que encontramos.

Era un fémur. Mejor dicho: medio fémur. A la altura de casi la ingle estaba serrado. Una amputación. Las amputaciones también se merecen enterramiento. Nunca lo había pensado. Lo guardamos en una bolsa de papel, lo identificamos con el lugar donde había sido hallado. Se guardó junto con una tibia, un peroné, y todos los huesos del pie.

Una vez fuera, comprobamos si la diferencia de dureza de la tierra nos revelaba si el hueco era más profundo. Sí lo era. Había más al fondo. Continuamos. Debajo de esa pierna había un esqueleto. Completo. No era el dueño de la amputación. Cráneo fracturado. Poco pudieron hacer por él. Cuando después del consiguiente dibujo comenzamos a sacar los huesos, para clasificarlos por zonas del cuerpo (manos, brazos, columna, piernas…), me explicaron algunas cosas más. Cómo se podía aproximar la edad por el grado de fusión de las fontanelas. O reconocer si los dientes se habían perdido antes de morir. También a saber si era hombre o mujer. Después de esto, me debieron ver la cara que se me estaba quedando…

Es tu primer día. Ve un rato a llevar carretillas y no pienses demasiado en esto. No es fácil.

Tenía razón. No era tan fácil. En sólo cuatro horas los 7 créditos habían desaparecido como si fueran algo que pensé en una vida anterior. Ahora había alguien, que murió con una fractura de cráneo al que enterraron junto con la pierna de otra persona. Hospital de guerra. En 70 años los cuerpos se convierten en hueso. A veces queda un poco de pelo en las cejas. Siempre, si las hay, quedan las gafas. Aún no vimos zapatos.

Y como ésta, muchas. Muchas más. 3 semanas. No creo que en tres semanas podamos abrir todos los huecos que se perfilaban en esa explanada. Es imposible.

Y avanzaron los días. Cada día costaba más el madrugón, y cada día estábamos todos más morenos, a pesar de las cantidades ingentes de crema factor 50 que nos echábamos a cada rato.

El sábado volví a casa. Me pegué una buena ducha. Larga. El baño compartido con 9 compañeros y el agua con termo no daba para mucho más que quitarse el sudor. Dormí, pensé en lo que había visto, y pensé en que no debía pensar más. Todavía no. Quedaban aún dos semanas de trabajo por delante. También debieron pensar eso mis compañeros, en sus casas.

De nuevo lunes. Vuelta a la explanada. Seguimos trabajando. Y esta semana trajo dos novedades.

La primera, respecto al pueblo. Ya se había extendido la noticia entre sus habitantes de quiénes éramos y qué estábamos haciendo. Y vimos y sufrimos en primera persona cómo aún la polarización vivía en ellos. Algunos nos miraban con mala cara, no nos saludaban, e incluso llegó a haber rumores de que quien nos alquiló la casa querría rescindir el contrato. No sucedió. Otros sí nos saludaban, nos preguntaban por nuestro trabajo, y algún día cayeron bolsas de magdalenas y neveras con botellines de cerveza a última hora de la mañana.

Nos contaron que aún hoy, en el banco junto al gran árbol, donde mejor y más sombra hay, hay dos turnos para usarse: primero los que estuvieron a un lado de la guerra, después los del contrario. Son ancianos, han pasado muchos años desde entonces. Pero no olvidan las rencillas. Y no quieren ni cruzarse unos con otros.

La otra novedad, fue pasar a la segunda zona de la explanada. Eran pocos hoyos, más irregulares y más anchos la mayoría de las veces. El bando nacional tomó Uclés, y comenzaron las condenas y represalias. ‘Pasar por las armas’. Así lo decían los informes. Y así comenzaron a abrirse las primeras fosas. Cadáveres boca abajo, mal caídos, con las manos a la espalda, muñecas una sobre otra, recuerdo de las ataduras con las que fueron cubiertos de tierra. Balas intracraneales. Las suelas de goma de los zapatos bajo los tarsos. El tejido de las botas se disipó hace tiempo. A veces, y dependiendo de la humedad de la tierra, aparecían trozos de tela de sus antiguas vestiduras. A veces, y dependiendo de la humedad de la tierra, su piel se había hecho cuero. Dura, fina, oscura…

Casi lo olvido. Hubo una tercera novedad. Y hubiera querido olvidarla, porque ahí empecé a entender el máximo de 3 semanas de permanencia en la excavación. Empezamos a ser realmente conscientes de lo que estábamos haciendo. Estábamos sacando del olvido a muchas personas. Y eran personas que habían sufrido, que habían conocido la crueldad y el dolor de una guerra en primera persona. Y tenían familiares que los buscaron mucho tiempo, y no sabían qué había sido de ellos. Empezamos a ver cómo de pronto compañeros, se levantaban, salían de la explanada al bosque cercano, durante 10, 15, 20 minutos… y regresaban, igual que se fueron, a seguir trabajando. Pero con los ojos rojos e hinchados. No llorábamos en la explanada, porque hubiera sido catastrófico. El contagio hubiera sido inmediato, y nadie quiere verse culpable de eso…

Por las noches, antes de irnos a dormir, después de cenar, en la puerta de la casa, aprovechando las horas de frescor, empezaron a salir a la luz las historias de los abuelos, familiares lejanos… experiencias en la guerra. Algún minero asturiano, o simples habitantes envueltos en refriegas fratricidas.

Quizá porque yo no tenía ninguna historia que contar, yo no caí en la desconsolación hasta la tercera semana, en la tercera zona de la excavación. Estábamos en la fase en la que los enterramientos correspondían a los fallecidos que emitía el monasterio de Uclés, reconvertido en cárcel, en poder del bando nacional. Nos explicaron que éstos serían más fácilmente identificables, pues se conservaban muchas fichas de los detenidos, que incluían datos como su estatura, complexión y peso, y que serían fácilmente calculables a través de la medición de los huesos.

Me tocó a mí. Podría haber sido a cualquiera, pero me tocó a mí. El arqueólogo estaba dibujando ya los huesos de la fosa que habíamos terminado, así que, para no molestar, me fui a buscar los perfiles de una nueva. Había un montículo en uno de los laterales. No le dí importancia. Lo retiré, raspé con la espátula y levanté un hueso. Medio cráneo. Del tamaño de un coco. No era adulto. Ya había visto muchos como para saber que lo que tenía en mis manos no era adulto. Y estaba partido en dos. Lo había roto. No era adulto y lo había roto. Llamé al arqueólogo. No podía venir. Quería mantener la compostura. Hoy habían venido familiares de víctimas a vernos. Nos habían traído algunos dulces para almorzar y nos observaban trabajar. Pero me temblaban las manos. Volví a gritar al arqueólogo, diciéndole que era urgente. Él decía que esperara. ¿veinte, quizá treinta segundos? Para mi fueron horas. Uno de los familiares preguntaba qué sucedía. Un rato antes había hablado con ella. Por suerte era mayor y no tenía la agilidad como para haber cruzado entre los montículos de tierra hasta donde yo estaba.

No se preocupe, es una tontería– le mentí.

Vino el arqueólogo. Le expliqué lo que había sucedido. El me tranquilizó.

– ¿Nadie te había avisado? Se rompió cuando bajamos el nivel con los picos. Lo habíamos tapado para que no se estropeara el hueso. Tranquila, no has roto nada.

Me levanté, temblando. Cogí la carretilla, que ni siquiera estaba llena de tierra y la llevé a la escombrera. Me senté entre los escombros y lloré hasta liberar la tensión, el miedo, y el dolor acumulado. No volví a coger una paletina en todo el día. Sólo mover tierra en carretilla.

Al margen de la ruptura del cráneo, no se puede obviar quién estaba allí. Se perfiló la fosa, que no medía más de un metro. Niña, dos años. Constaba en los archivos de la cárcel. Nació allí. Se la llevó la desnutrición.

Pasaron las tres semanas. Recogimos, volvíamos a casa. Unos 45 cuerpos inhumados, que cada tarde habíamos limpiado y medido. Unos se cotejarán con los archivos. A los que no se identifiquen, se les irá analizando el ADN mitocondrial, en busca de coincidencias con los familiares que se encuentran activamente participando en las búsquedas.

¡Recuerda pedir el certificado en el departamento para convalidar los créditos! – ¿qué?, ¡ah!¡si! los créditos.

A finales de agosto nos llegó un email. Tres cuerpos habían sido identificados y estaban en contacto con sus descendientes. Se los entregarían en un acto.

Allí fui. Tres familias que por fin iban a saber qué sucedió con su padre, abuelo, tío… En uno de los casos fue su bisnieto quien recogió la pequeña caja que guardaba los restos óseos. Tenía 12 años. Lloró.

Familias que durante años vivieron con la incertidumbre de saber dónde se hallaban quienes un día desaparecieron. Una incertidumbre que se convirtió en dolor, que extendió sus ramas por toda la familia. Por eso el perdón no sirve. Solo sirve compensar y reparar. Y encontrar es la única reparación que admite una desaparición.

Y así sanaron sus heridas tres familias. ¿Cuándo sanarán los demás?

por Ana María G. M.

Y además… este año 2018 la Federación Comarcal de Asociaciones de Vecinos de Alcalá de Henares celebra su 25 aniversario. Durante los próximos meses se irán organizando actividades para visibilizar el trabajo de las Asociaciones de Vecinos, de esta Federación y del rico tejido vecinal que ha luchado y lucha por los Derechos de toda la ciudadanía. Si quieres colaborar en alguna de las propuestas o lanzar una nueva idea, no dudes en contactarnos en secretaria.fcavah@gmail.com. ¡Súmate a participar!

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